Por estos días he comenzado a trabajar
en un centro de compras mayorista, en el área de control satelital de
una flota
de camiones que transportan mercadería a diario de dicho centro. Trabajar en
control satelital no solo que es un trabajo que demanda mucha atención y
demasiado compromiso, por momentos se vuelve un poco monótono, ya que a medida
que los vehículos regresan de los clientes el control satelital disminuye.
Me
llevo a pensar en el alto grado de responsabilidad que asumimos y que muchas
veces nos volvemos seguros en nosotros mismos, creamos un formula encubierta de
compararnos con aquellos que están en un escalón más abajo. Inevitablemente las
comparaciones las realizamos con aquellas personas que más favorablemente nos
van a dejar parados.
Miraba la relación que hay entre
compañeros y prestaba atención a algunos comentarios dentro de la oficina, todo
me llevaba a decir “aquí hay un grado de competencia” por querer ser mas, tener
un mejor sueldo o tan solo ser el aliado del supervisor o gerente.
En
cierta ocasión, Jesús contó una parábola que, dice el evangelista, estaba destinada
a las personas que confiaban en sí mismas como justas (Lc 18.9).
En
esa oportunidad, habló de un fariseo que, puesto en pie, oraba para sí de esta
manera: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres...” Sin avanzar
en el pasaje, detectamos algo errado en el planteo que hace el fariseo.
A
sus ojos, lo que lo justificaba, era su propia conducta que, comparada a la de
otros hombres, parecía ser excesivamente piadosa.
Existen dos errores en su oración.
El
primero es que la evaluación de su propia vida la realiza él mismo. Creo que no
tiene en cuenta el principio que ningún hombre es capaz de conocer acertadamente
la realidad de su propia vida.
Salmo
19:12 dice ¿Quién puede discernir sus propios errores?, la respuesta está
implícita en la pregunta: ¡nadie!
El
segundo error está en compararse con otros hombres. Esto es algo muy propio de
la cultura que nos rodea, un hábito que nos ha sido enseñado de muy pequeños.
Nacimos compitiendo con nuestros hermanos, fuimos introducidos en un sistema
educativo que perpetuó el sistema de competencia, y luego salimos a un mercado
laboral donde la competencia pareciera un elemento indispensable para sobrevivir.
Para
poder avanzar en cada etapa creímos necesario saber continuamente cómo se
comparaba nuestra vida con la de los demás.
¿Cuál
es el referente que nos ponemos cerca para poder decir mi vida está bien, mi
ministerio o mi iglesia está bien? ¿Es el Espíritu Santo que nos dice cuando
estamos bien? ¿Es el mirar a otra congregación con menos miembros o no tan
exitosa, para decir que estamos en el camino correcto? ¿Es ver nuestra agenda
de eventos y compararla con otra? ¿Ver si asistimos a todas las reuniones o si
servimos todos los días de nuestra vida? Las comparaciones nunca nos dejan un
cuadro acertado del verdadero estado de nuestra vida.
Pablo
afirma que los que han caído en comparaciones, carecen de entendimiento. La
obra de cada uno tendrá que ser evaluada sola, sin más puntos de referencia que
los parámetros eternos establecidos por Dios mismo.
2
Corintios 10:15-16 dice: “No nos jactamos desmedidamente a costa del trabajo
que otros han hecho. Al contrario, esperamos que, según vaya creciendo la fe de
ustedes, también nuestro campo de acción entre ustedes se amplíe grandemente,
para poder predicar el evangelio más allá de sus regiones, sin tener que
jactarnos del trabajo ya hecho por otros.
Amplia
tu campo de acción, sirve a DIOS y comparte el evangelio. No te compares, no
generes competencia, deja que Otro haga una evaluación más acertada de nuestra persona.
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